Capítulo
VII
Los invasores
El tiempo de la hierba nueva se llevó la nieve pero trajo a los invasores. El tiempo de la hierba nueva vino con presas fáciles, con crías indefensas y con torpes recentales al alcance del colmillo y del venablo, pero con él llegaron quienes buscaron la propia sangre de los cazadores. Vinieron porque los lobos del Tallar y los hombres de Tari violaron territorios ajenos y acabaron por poner en peligro los suyos.
La loba vieja, escamada por el recuerdo de su camada asfixiada en la fuente del Jabalí, parió en la tejonera de la gran cárcava donde se refugió la vez anterior con el único superviviente. La madriguera estaba en el mismo límite hacia el sur del cazadero de la manada. La planicie elevada entre los profundos barrancos se desploma en éste por paredes mucho más verticales. Hombres de Tari o lobos del Tallar frecuentaban hasta la fuente de la Tobilla, bajo un farallón vertical de rocas, donde se abría una hermosa aunque pequeña pradería que conservaba, cuando todo se agostaba, la hierba verde y una inusitada humedad en medio del peor estiaje. Pero más allá no se asomaban. Sus fronteras parecían trazadas por aquellos barrancos verticales que acaban coincidiendo todos mucho más abajo en un valle más amplio donde las aguas de los diferentes arroyos completaban al final otro río de parecidas trazas, aunque de menor caudal, al que ellos señoreaban y que por su orilla norte daba paso a las estepas. Los lobos y los hombres no solían cruzar ni al otro lado de la gran barranca que daba lugar al siguiente llano en alto, tras otra pronunciadísima costera, ni adentrándose por la estepa acostumbraban a llegar más allá de las primeras estribaciones de las grandes montañas que cerraban su horizonte y tras las que, por una esquina, se ponían los soles.
Pero aquella época de la nueva hierba los lobos del Tallar cruzaron la cárcava y los hombres de Tari se adentraron demasiado en las montañas. Pagaron con sangre y volvieron perseguidos.
La loba vieja parió en la tejonera que asomaba al precipicio. El gran macho y la manada cazaron para ella como el año anterior en los llanos, pero las presas del fondo de la barranca, tupida de vegetación fresca, les llamaron. La caza era allí buena, y ocupar los altos en el lado opuesto para cortarles las salidas resultaba una tentación que no evitaron los rastros olfativos de que otra manada tenía aquello por su territorio y que claramente lo marcaba. Las continuas señales y rastros avisaban con rotundidad de que poner las zarpas en la planicie de enfrente era adentrarse en terreno peligroso. El lobo líder era prudente y poco propicio a descubiertas hacia aquella dirección. Mientras la manada se mantuvo compacta durante el invierno fueron contadas las ocasiones en que se traspasó el límite y éstas de manera muy rápida y apenas rebañando en los campeos las marcas fronterizas.
En primavera la manada estaba mucho más dispersa. Los jóvenes formaban pequeños grupos y cazaban por propia iniciativa. El macho lo hacía por su cuenta, aunque en bastantes ocasiones se hacía acompañar por el Blanquino, lobo sin hermanos de camada, muy joven todavía para seguir las correrías independientes de los otros miembros del clan ahora dispersos, aunque el centro seguía siendo la lobera y a ella acudían todos: diariamente el macho para alimentar a la loba y luego a los lobeznos, y algunos de los otros para llevar también algún bocado o simplemente de curiosa visita. Si la hembra les dejaba olisquear y tocar a los cachorros, un privilegio que permitía en contadas ocasiones y cuando ya estuvieron destetados, el alborozo era total en el grupo.
Fueron algunos lobos de dos inviernos los que hicieron estallar la pelea. Habían cogido el hábito de recorrer las márgenes del regato de agua que corría por el fondo de la cárcava bajo la lobera y hacer ascender a las reses, generalmente corzas con su crías que pastaban aquella jugosa hierba y se resguardaban en la maraña de árboles, arbustos y zarzas, por la costera de enfrente, donde, apostados en lo alto, y ya metidos hondamente en el territorio de la manada del Badiel, otros miembros de la lobada gozaban de una excelente posición para darles caza.
Habían repetido con sucesivo éxito aquella maniobra, a la que los corzos no estaban acostumbrados, pues la manada propietaria del territorio tendía a acosarlos en la mano contraria, sin sufrir contratiempo alguno. Se sentían tan dueños de aquellos nuevos cazaderos que ninguna precaución tomaban cuando los invadían. Fue entonces, cuando en el crepúsculo, entre dos luces, los lobos del territorio violado les cayeron encima. De los tres que había apostados en los portillos del alto únicamente uno logró escapar, sangrando y con una dentellada que le desgarraba la espaldilla, hacia el fondo del barranco, donde en unión de los otros que allí recechaban pusieron tierra de por medio huyendo de la cárcava hacia el interior de su propio territorio.
Aquella noche, el lobo líder, la hembra parida y el Blanquino oyeron los aullidos de la manada vencedora y los sintieron bajar hasta el arroyo. Pero no hicieron por subir basta la madriguera de cría ante la que el macho permaneció vigilante y atento la noche entera.
La manada invadida se convirtió en invasora. Era una lobada poderosa, y ahora eran quienes diariamente patrullaban por el fondo de la barranquera y realizaban profundas incursiones faldeando por las laderas que siempre habían sido el cazadero de los del Tallar. Procuraban no acercarse demasiado a la zona donde se encontraba el cubil de cría, pero penetraban cada vez más dentro del territorio y llegaron envalentonados a cazar en los llanos altos hasta dar muerte a una cierva muy cerca de la fuente de la Tobilla. La manada del Badiel se comportaba de manera cada vez más agresiva y cazaban muy compactados para lo habitual en aquella época del año, algo extraño para los lobos y para el momento. Si hubiera sido durante el celo invernal hubiera tenido otro sentido, pero ahora, en plena crianza de la siguiente generación de lobos, aquel comportamiento resultaba sorprendente para el lobo dominante del Tallar.
El gran macho no podía saber que su rival no tenía aquel año camada que alimentar y que había perdido también a su compañera. La loba, a boca parir, había muerto, malográndose con ella todos los cachorros a punto de nacer. El líder había encontrado nueva compañera. Tras una temporada en que las lobas de la manada se disputaron el derecho a aparearse con el dominante en duras peleas que no tenían que envidiar en ferocidad a las de los machos, una se impuso sobre todas las demás y ocupó el lugar dejado vacante por la hembra reproductora. Pero era tarde, la nueva no entraría en celo hasta la próxima añada y la manada había vagado por todos los confines de su territorio, unida al lobo macho, pero sin un epicentro, el de la lobera con los cachorros, al que acudir. Por ello habían topado en el límite con la del Tallar. El gran lobo del Badiel, exasperado y furioso, había atacado sin contemplaciones a los intrusos. Él mismo había matado a uno de ellos, y aunque el otro se rindió y ofreció el pescuezo suplicando por su vida evitando la tarascada final en la yugular, sus heridas al caerle encima la jauría entera eran tan graves que desjarretado ni siquiera pudo regresar a su territorio. Habían dejado huir al tercero.
La manada del Tallar estaba muy debilitada y su jefe lo sabía. No podía abandonar a la camada y por ello se mantenía en vigilancia continua en el territorio cercano a ella. Sus enemigos lo cercaban, aullaban bajo su cubil y hasta pasaban con las colas enhiestas al alcance de su vista por los costados, pero no se atrevían aún a aparecer ante las puertas de la tejonera. Los lobos jóvenes se habían desparramado por el territorio, en el que cerca del gran macho y de la loba vieja permanecían nada más que el Blanquino y el lobo herido en el anterior combate. Por fortuna, las presas abundaban y no les faltó del todo la carne, pero más que nada porque la abundancia de conejos y la habilidad del Blanquino para capturarlos salvaron a todos, a los lobeznos incluidos, de la hambruna.
Por fin, los lobeznos ya estuvieron listos para emprender una retirada, y el lobo macho se sintió aliviado cuando pudo al fin abandonar aquella cárcava. La loba emprendió la marcha y dejaron el lugar desplazándose hacia los visos que daban al poblado de los hombres de Tari y de vuelta una vez más a su vieja querencia del Tallar.
Los lobos rivales tomaron la mayor parte de su territorio y camparon cada vez más a sus anchas por las fuentes y los llanos de los altos. La manada en retirada fue empujada cada vez más hacia naciente, hasta que de nuevo hubieron de volver a aquella zona quemada de la fuente del Jabalí, de tan malos recuerdos para ellos, y desplazarse hacia el monte de las Matillas, y los que se escalonaban tras él, para realizar sus cacerías.
Crecieron los cachorros y se hicieron lobatos desgarbados, como lo había sido el Blanquino el año anterior. Pero la normalidad parecía volver una vez más, y aunque reducidos y empujados a una parte mínima de lo que antes había sido un vasto territorio, alcanzaron el otoño sin más contratiempos que retirarse de vez en cuando ante el avance de la manada enemiga, que ya se permitía incluso bajar, desbordando la Roca de Tari, a beber y a acechar rebaños en los vados de lo que había sido su río. Sin embargo, no tan acostumbrados como los lobos del Tallar al roce con la manada de los hombres, y cuando alguno probó el dolor que desde lejos podían aquéllos lanzar, optaron por no frecuentar más aquella zona.
Fue un cierto alivio para la lobada primitiva, pero el lobo macho sabía que únicamente supondría una tregua, que su territorio había sido invadido y que habría que combatir. Porque ahora, donde antes aullaba él, se levantaban otros aullidos desafiantes y continuos a los que no osaba responder. Noche a noche, el aullido de la manada del Badiel retaba a la del Tallar y ésta no respondía.
En la Roca de Tari también había aullidos, pero éstos eran de dolor de las hembras y griterío furioso de los hombres. El clan se revolvía como un enjambre de avispas, tan enfurecidas como acobardadas por el humo, y miraba al norte, a las montañas. De allí podría venir la desgracia. Porque de ahí había llegado la noticia de la muerte. Nadie vio los cuerpos de los cuatro cazadores muertos, pero todos supieron que lo estaban. Nadie vio sus heridas, pero todos supieron que eran de lanza, de hacha y de maza. Nadie tuvo que decirle al único superviviente, a quien habían dejado un poco atrás antes de adentrarse por aquel desfiladero por el que llegaba el río de aguas tan claras, que no fue la garra ni el colmillo quien los abatió. El cazador que regresó con vida no vio otros hombres, no oyó ni sus gritos de victoria ni los de agonía de los suyos. Simplemente contempló al atardecer subir el humo y supo que no debían ver el suyo y se abstuvo de crear aquella noche el fuego para calentarse. Aguardó a la mañana. A mediodía vio los buitres, el círculo de los buitres y el ojo del buitre descolgándose desde todas las direcciones hacia aquel círculo de muerte. Pero aún aguantó otra tarde y otra noche hasta que fue consciente de que ninguno de sus compañeros había escapado ni volvería. Divisó una vez más la columna de humo de la hoguera de otros hombres que no eran de los suyos y fue cuando se escabulló, procurando que no se viera huella alguna ni de su presencia ni de su paso, y regresó aterrado al poblado.
Allí contó que Tari había perdido cuatro hombres, cuatro cazadores que ya no aportarían carne al clan, cuatro lanzas que ya no defenderían la Roca. Y los cuatro muertos estaban entre los hombres más fuertes y avezados de Tari y entre los cuatro se encontraba el que abría la fila de la caza por delante de todos ellos, aquel cuya voz era la que prevalecía y a la que el resto de los hombres escuchaban y obedecían más que a ninguna otra.
Sucedió todo porque aquella primavera las manadas parecieron haber abandonado las faldas de los montes y haberse trasladado primero al río y adentrarse luego por la estepa. Los hombres fueron tras ellas. Cada vez más lejos. Hasta llegar a otros ríos. Hasta dar con las huellas y los campamentos de otros hombres. No los vieron, pero supieron que estaban allí y que eran numerosos y fuertes, que mataban grandes animales y que también poseían el fuego. No quisieron topar con ellos y regresaron. Hubo muchas discusiones en torno a la hoguera. Voces se levantaron para decir que no era bueno adentrarse en la estepa y que era malo avanzar hacia las montañas, que el pueblo aquél era poderoso y que no admitiría que otra manada de hombres cazara en su territorio. Hubo muchos que señalaron que era mejor no alejarse mucho del río propio. Pero el jefe de Tari era joven y siempre fue muy impetuoso.
Hacía mucho, casi nadie se acordaba, que los hombres de la Roca habían visto a otros hombres, y no quedaba más que una memoria lejana de que con aquellos de las montañas había habido sangre de por medio y que los hombres de Tari eran los que habían llegado huyendo y atravesando el río hasta lo que ahora era su poblado. Algún anciano recordaba de otro anciano, que a su vez lo había oído de uno anterior, que casi todo el clan había sucumbido ante las lanzas de aquellos cazadores que poblaban la montaña. Únicamente había quedado en la memoria que hacia allá no debía caminarse, ni avanzar ni cazar ni intentar llegar a otros ríos. Pero aquello no estaba en los recuerdos del impetuoso jefe de la manada de los hombres de la Roca de Tari, orgulloso de su fuerza y de la de sus más de dos manos de cazadores aptos para abatir un uro o para enfrentarse a un hombre.
Fueron hacia allá y volvieron. Con caza y con visiones de ríos donde abundaban las truchas y los cangrejos, con pieles de nutria y de castor, con perchas de perdices nivales y de urogallos. Con relatos de bisontes pastando y de grandes bosques de pinos y extensas praderías altas llenas de rebecos y valles repletos de caballos. Fueron aquel verano varias veces, y cada vez fueron más lejos, y el primero de la fila empezó a hablar de un lugar al que quizás mudarse al menos durante el tiempo más cálido y regresar a Tari tan sólo a pasar el invierno. Traían carne en abundancia y casi nadie parecía querer recordar que aquél era el territorio de otros hombres. Pero los hombres de las montañas Azules sí les habían visto, y la última vez los aguardaron emboscados, y cuando entraron en el desfiladero del río Manadero, ya no los dejaron avanzar más, ni llevarse más carne de sus animales. Los esperaron, saltaron sobre ellos y los mataron. Les quitaron la ropa, las lanzas, los venablos y los adornos, dejándolos desnudos sobre las rocas peladas y lavadas por las aguas del río para que los buitres no tuvieran problema en encontrarlos.
El griterío en Tari tenía las entrañas preñadas de miedo. Las mujeres chillaban y los hombres se miraban entre ellos y se ensimismaban en hoscos mutismos contemplando torvamente el fuego. Cuando las lágrimas y los sollozos acabaron, los hombres hablaron largamente, y se escogió un cazador nuevo para abrir la fila en las partidas de caza y los cazadores más jóvenes, unos niños casi, hubieron de tomar mujer y proveer para un fuego. Y uno de ellos, a pesar de su corta edad, fue el último elegido; era el joven al que un lobo dos primaveras antes le había desgarrado el brazo, dejándole para siempre la marca de sus colmillos. Debería dejar el grupo de hombres solos y el fuego de su madre para ocuparse del de una hembra ya mayor, su hija ya crecida, un poco más joven que el propio muchacho, y un niño que aún mamaba. Sería el hombre de aquel fuego y tendría derecho a aquella hembra. Fue la decisión de todos, y él hubo de dejar el fuego junto al que había nacido. El hombre de su madre, que había sido precisamente el elegido para liderar la fila, lo acompañó a la cabaña de piel, madera y tierra. El hombre de su madre lo condujo hacia aquel lado del poblado con orgullo, y su madre le despidió en la puerta que dejaba con pena. La mujer que daba de mamar al niño lo miró de arriba abajo, midiéndolo y lamentando que hubiera sido el más inexperto y medio hombre de los supervivientes el que le había sido asignado. El joven de Tari sintió la mirada que lo achicaba, pero al entrar dentro con el fardo de sus pocas pertenencias y dejarlas en un rincón, se topó con los ojos asustados de la niña que lo miraba y se sintió de nuevo hombre. Y la niña ya crecida abrió la cara en una sonrisa.
El estiaje fue amargo y lleno de zozobra en la Roca. Las mujeres procuraban no bajar hasta el río a no ser absolutamente imprescindible y siempre acompañadas por varios hombres. Un vigía quedó apostado permanentemente en los vados de los renos, en los Farallones Rojos, el punto más alejado aguas abajo del territorio de Tari y más cercano por el lado de la estepa a las montañas, pero esta vez no para esperar ansiosamente a los rebaños que ya nunca venían, sino con la aprensión de ver aparecer a otros cazadores humanos que en esta ocasión vendrían a darles caza a ellos.
El ojo del vigía de Tari miró hacia las cumbres por las que se ponía el sol, temiendo que cualquier amanecer aparecería el enemigo por allí; el ojo del hombre observó con miedo la llanura ondulada preocupado por ver elevarse el humo de otros hombres. El ojo del hombre permaneció fijo intentando divisarlo y fijarlo todo. El ojo del hombre vio pasar muchas cosas, pero no vio acercarse a otros hombres. Sólo cuando las hojas de los árboles comenzaron a cambiar de color, a enrojecer las unas, a amarillear las otras, el viento se empezó a hacer frío y las grullas volvieron a bajar, el ojo del hombre relajó su mirada.
El ojo efímero
Todo en el monte es efímero. Cruza el corzo y ya ha pasado, ya no está, ya parece no haber estado nunca, ni ahí entre la leña de los quejigos, ni en el ribazo del arroyo, ni en la tierra húmeda donde tal vez aún quede una huella, ni entre las aliagas por donde se ha perdido en la costera. Llega el ruido del jabalí a la hojarasca y ya se ha apagado, ya parece no haberse producido nunca. Se concreta, tal vez, y atraviesa negreando el mínimo claro, o no. O se desvanece como si jamás hubiera llegado a nuestro oído. Como el jadear de los lobos que le perseguían, como el grito áspero del arrendajo, como el vuelo rasgando el aire de la torcaz. Estaban hace un instante, han pasado y ya no están. Y cree el hombre que hasta el recuerdo le engaña y siente la tentación de comprobar, de fijar, al menos, la pisada.
Cuatro veces oyó las grullas que bajaban. Quiso verlas, pero hasta perdió sus gritos y dudo. Solo al quinto clamoreo divisó la bandada, muy alta, que pronto se esfumó, y luego hasta volvió a dudar de que en algún instante hubieran estado suspendidas en aquel cielo.
Todo es pasar en el monte, el ojo del hombre parece ser el único que permanece, el que quiere poseer su movimiento. Pero ni siquiera puede retener la huella. Quizás tan sólo pueda retener la vida en movimiento con la muerte y el manchón oscuro del animal abatido e inmóvil.
También se va el hombre, se va su ojo. Queda únicamente el paisaje, y tampoco. Los chaparrales más luminosos con sus hojas que ya amarillean y este sol cálido, que no hiere y sí acaricia la tierra y besa a los árboles y a los cielos, no estarán cuando regrese. Tampoco la trémula y tibia llamarada de los álamos en la atardecida de este otoño que es lodo él un atardecer de la Naturaleza. Y por efímero, porque lo siente como sustancia de la vida que se le escurre del cesto del alma, porque lo ansia detener, lo conmueve más en su belleza. Por imposible, por pasajero, lo ama.
Se va el hombre. Se va el aullido del lobo. Arriba quedan los buitres. Queda su ojo parsimonioso explorando alguna inmovilidad mortal que el cazador no haya encontrado. Queda el ojo hambriento. También se irá cuando «tardee» la tarde. La huella de mañana en la tierra húmeda será ya de otro corzo.
El hombre ha estado, ha visto, ha creído ser quien retenía las imágenes, ha querido poseer el paisaje, a sus colores, olores, sonidos y bestias. Y se ha ido. El ha pasado también. Donde estaba su ojo ya no hay nadie. Su ojo es tan pasajero como el paso del corzo, como el ruido del jabalí, como el rasgar de las alas de la torcaz, como la hoja del quejigo, y donde estuvo, a nada no habrá tampoco huella alguna. Y ni el ojo del buitre detectará su falta donde estuvo.